Los caratanga: la película
En el sueño
Me desperté una mañana y no supe si vivía la realidad o la realidad era lo vivido…
Hoy por hoy, tampoco lo entiendo, pero así fue:
Iba yo, como cualquier otro viernes, a currar camino a la obra (no como cualquier otro, veréis el detalle más adelante), en mi Ferrari color negro satinado, más o menos como de costumbre: pensando en mis dudas, mis inquietudes, mis incertidumbres, mis «apesadumbramientos»…; cuando de repente, la rubia que tenía a horcajadas y que, de alguna manera, aunque impedía mi conducción, tampoco parece ser que yo pusiese reparos a ello, dijo:
– ¡Mira eso!…
Como me encontraba yo pendiente de otros temas, tardé en percatarme de lo que ella me indicaba.
Al ser consciente, aparté con una mano a la «churri», mientras que con la otra procuraba torpemente, mediante un kleenex, que los fluidos no calasen en el brillante cuero negro de mi asiento; cuando, habiéndome asegurado de lo segundo, tuve el tiempo suficiente para decirle a mi acompañante:
———
…Espera, espera, que me lanzo… ¿No os he hablado de mi acompañante?…
Perdonarme… Os cuento:
Tan real como que muera ahora mismo, que iba con una rubia de buenos senos como acompañante y precisamente por eso supe que algo raro pasaba. Tenía por norma no meter más que una «chati» en mi Ferrari y eso me puso en una posición defensiva sabiendo que algo iba mal.
Como en el 15% de las veces (y subiendo), tenía razón…
———
Los caratanga
– «I love you», cari.
Era una frase que utilizaba a menudo y no siempre con la rubia (no sé si me entiendes…).
El caso es que estaba horrorizado, espantado, aterrorizado y comencé a gritar histéricamente cuando fui consciente de que algo había caído en el asiento; además, mirando a través del cristal de triple templado de mi Ferrari, vi lo que ella me señalaba.
La verdad, no sé cómo describirlo…
Se trataba de entidades que pululaban de un lado a otro de la calzada que parecían no tener alma. Tenían dos patas y dos ojos (no todos), como los seres humanos que conocía, pero tenían algo siniestro en su mirada. Caminaban, hablaban los unos con los otros, subían «parriba», bajaban «pabajo», «derecheaban» a la derecha e «izquierdeaban» a la izquierda; algunos incluso, entraban «padentro» y salían «pafuera»… Parecían normales, pero alguna extraña quemazón me invadía cuando los miraba.
Además, llevaban algo muy extraño en sus bocas: era algo así como un tanga…
La primera rubia, arrugada entre los asientos de mi acompañante, el mío y los altavoces traseros, susurró:
– Esto no es normal, parecen zombis.
Subí el volumen de mi «8 pistas», adelanté un poco el asiento (lo justo para dejarle respirar) y exclamé:
– «Pos» claro que lo parecen…
Es evidente que lo parecían, yo lo sabía perfectamente… A ver si a esas alturas iba a tener que venir la de los altavoces a decirme a mí lo que eran zombis o no…
Los caratanga, concluí que debía ser la forma en la que el mundo los llamase.
La obra
Mientras tanto, mi mente estaba únicamente fijada en la idea de que llegaba tarde a la obra. Sabía que sin la «mágica masa» que yo hacía no sería posible la consecución final de la gran construcción en la que estábamos involucrados.
– «Tres de arena de río, una de cemento y la cantidad exacta de agua para que no se quede ni «mu» líquida, ni «mu» pastosa».
Pensaba yo en voz alta, sabiendo que nunca revelaría el secreto de la mezcla y siendo conocedor de mi responsabilidad al llegar tarde (también para no olvidarla…). Sabía que sin mí la obra podría llegar a detenerse y no quería verme en el espejo cada mañana, asumiendo las consecuencias que conllevaría la mala gestión de dicha responsabilidad.
Tenía un palillo en la boca (no salgo sin él) y pensé que sería una buena opción de defensa si los caratanga que abarrotaban las calles nos atacaban. Por suerte, conocía un buen tornero cuya familia había trabajado con la madera por generaciones y le comenté lo sucedido.
Hizo un trabajo maravilloso (he de decir, modestamente, que sólo trabajo con los mejores…). Afiló más allá de lo que una catana quisiese una de las puntas y la otra la torneó milimétricamente ajustada a los contornos de mi mano.
Tras repetirme el tornero cuatro veces qué lado era cual, salí de allí con el arma que necesitaba en la mano (he de reconocer que no me acuerdo de qué lado), con el coraje que me invadía el llegar tarde a la obra, sabiendo que yo, mi Ferrari y las rubias (por ese orden) teníamos una misión y creo recordar que explotando la tornería a mis espaldas…
Supe en ese momento que la guerra había comenzado y no me quedó más remedio que hacer el amor con las dos «chatis» (a la vez, claro…).
En la vigilia
Convulsionando, expulsando bilis, babeando, moqueando, con el cuerpo envuelto en un sudor espeso y ácido y, no quiero acordarme si «cagao» y «meao», me desperté en mi cama. No me preocupaba eso, la mayoría de los días me despertaba así, pero por lo demás, estaba seguro de que todo había sido una pesadilla.
Aturdido y con la necesidad de saberme partícipe del mundo físico, abrí una ventana. Miré en derredor y conseguí recuperar, en parte, la cordura y el aliento. Aun así, estaba conmocionado, confuso, sin saber reconocer fielmente si seguía formando parte de la vigilia o del sueño.
Había sido tan vívido… Había sido tan real… En el sueño, el apocalipsis caratanga se había producido…
Puse la tele. «mátame de luxe» aún no había comenzado por lo que opté por la radio. El comentador indicaba que hacía una semana que se había levantado la obligación de llevar una mascarilla en la boca. No sé a qué se refería y no le hice mucho caso…
Tras la relajante ducha que suelo tomar religiosamente todos los sábados, una única preocupación me asaltaba:
Si me creerían o no…
Los caratanga
Pensé que tenía que tirar la casa por la ventana, costase lo que costase y además de festejar por la información que había recibido en sueños con respecto a los caratanga, me sentí en la obligación de hacer lo más importante: compartirla.
Para ello, me puse la mejor de mis camisas, me lancé a las calles, saqué 12 euros del cajero y me fui puesto y dispuesto a informar a mis semejantes; también quería vivir, disfrutar y pasar el mejor día de mi vida, aunque eso conllevase gastarme todo lo que había sacado. Mañana ya lloraré por ello, pensé. Hoy es mi puto día…
Al salir del cajero quedé horrorizado…
El Ferrari no estaba donde lo había aparcado y, lo peor de todo, los jodidos caratanga no habían desaparecido… Estaban ahí.
Eran los mismos putos caratanga, con los mismos putos tangas tapando su puta cara de caratanga…
Cuestionamiento
¿Cómo podía ser? ¿Acaso seguía soñando? ¿Qué pertenecía al sueño y qué a la realidad? ¿No había dicho el de la radio que no era obligatorio? ¿Cuánto me costará sacar el Ferrari del depósito? ¿Le pedí el teléfono a la de los altavoces?…
En fin, me surgieron las cuestiones que cualquier hombre de bien se haría en esas circunstancias.
Finalmente, con las últimas fuerzas que me quedaban, mascullando como pude y con mi palillo en la boca, grité al viento además de las anteriores, las siguientes preguntas:
¿Por qué? (…pausa dramática…) ¿Por quéeeeeee?
Y la más importante de todas:
Pero aquí qué pasa… ¿Que somos todos gilipollas?
P.D.
Os pido, por favor, que os pongáis en contacto conmigo por Whatsapp si sois conocedores de cualquier tipo de información sobre las rubias. En el bar en el que «tomo café», empiezan a no creerme…
También, por favor, buscar en Milanuncios por el título: «Cambio Ferrari (si lo encuentro…) por algo de información about the blondies».
Fdo. Charli
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Una muy pequeña entidad con un sencillo y humilde sueño: Quitarnos de enmedio a esta puta caterva de «hijosdelagran» que deciden en todos los ámbitos de nuestra vida. Casi «ná»…
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